EL SECRETO DE LA CRUZ DE THORME (3º PARTE)
Con la firma de Tratado de Paz de Westfalia, la Guerra Secreta de la Cruz había llegado a su punto cúlmine y no se hallaba precisamente a favor de los sacrificados jesuitas.
A espaldas de la iglesia, la Orden de la Cruz Oscura fue cobrando poder entre las casas reales europeas, llegando incluso a dominar reyes y nobles. Su inmunda telaraña de seductora corrupción, tejida a lo largo de sus más de 200 años de existencia, tenía atrapados a las personalidades de mayor influencia sobre los destinos de las más poderosas naciones de esos tiempos.
Ante todo eso, nada podía hacer una sencilla congregación religiosa, bastante temida por muchos debido a sus revolucionarios ideales, ante la creciente y maligna marea que amenazaba con devorar al mundo civilizado.
Cuando hubo finalizado la Guerra de los 30 Años, los preocupados Jesuitas se dieron cuenta que las tornas no le estaban siendo favorables y temieron por la suerte de la cruz, si esta caía en las manos indebidas.
Fue el Padre General Santiago Murcia quien sugirió la idea de trasladar la cruz a las Américas, lejos de los codiciosos acólitos del Papa Oscuro. En 1711, amparado en un hermético secreto, la misma fue sacada de su escondite para ser embarcada en la nao Sangre de Cristo.
Los encargados de custodiar la cruz fueron nada menos que los insignes Jesuitas Carlos Godoy y Cayetano Cattaneo, cuya fuerza espiritual logró mantener dormido su oscuro poder durante el largo viaje. La vieja embarcación, tras hacer una corta escala en la Islas Canarias para reabastecerse, finalmente se dirigió en intrinca travesía hacia su destino final: Santa María del Buen Ayre.
Llegada a la por entonces naciente ciudad, la cruz fue depositada en una cripta de la Iglesia de San Ignacio, ubicada en las actuales calles Alsina y Bolivar, la cual había sido construida ex profeso por los Padres Juan Kraus y Pedro Weger y los hermanos Andrés Bianchi y Juan Bautista Prímoli en el año 1710. En ese lugar sagrado, la malignidad que de ella emanaba pareció sumirse en un pacífico reposo, como nunca antes había tenido.
Pero el mal obra de muchas maneras diferentes y la debilidad del espíritu del hombre es su mejor aliado.
Los corruptos integrantes de la orden secreta se sintieron profundamente contrariados al enterarse que la cruz ya no se hallaba en suelo español e iniciaron, a modo de represalia, una dura presión sobre sus rivales. Finalmente, tras una larga búsqueda, obtuvieron noticias de que el instrumento creado por Tormesolle se hallaba en tierras americanas y, por lo tanto, tomaron los recaudos necesarios para lograr obtener el codiciado objeto.
A instancias de Pedro Pablo Abarca de Bolea, Conde de Aranda, uno de los integrantes más importantes de la orden en España, el rey Carlos III promulgó una pragmática real en donde se ordenaba la expulsión de la comunidad jesuítica de las tierras que se hallaban bajo el poder de la corona hispana.
Su texto, oscuro y poco creíble, que decía: “Gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia a mis pueblos y otras urgentes, justas y necesarias que reservo a mi real ánimo” nos demuestran a que límites llegaban aquellos que adoraban al mal y las injusticias que fueron cometidas en nombre de la “supuesta” tranquilidad y subordinación.
Aun en la actualidad poco se sabe sobre los auténticos motivos de la expulsión de la Compañía de Jesús de las colonias hispanas. Una decisión injusta y cruel que produjo un daño irreversible en el desarrollo cultural de América, sobre todo en lo que respecta a la integración indígena de forma pacífica y controlada.
Las órdenes reales llegaron a manos del gobernador Don Francisco de Paula Bucarelli en mayo de 1767. Este funcionario, que detestaba profundamente a los Jesuitas, cumplió las mismas con la mayor presteza posible y, en una lluviosa madrugada del 2 de Julio, cerró los colegios de San Ignacio y Belén, detuvo a los religiosos (como si estos fueran peligrosos delincuentes) y se hizo de los tesoros, entre ellos el mentado cofre de oro, los cuales pasaron a manos de una Junta de Temporalidades.
Luego de casi 150 años de iniciado el increíble conflicto, la Guerra Secreta de la Cruz había finalizado y no precisamente para beneficio de la humanidad.
Tras la expulsión, Bucarelli dispuso que el cofre y el resto de los tesoros fueran trasladados a un depósito cercano al polvorín, ubicado al sur de la actual Plaza de Mayo, en espera de nuevas órdenes provenientes de España.
Pero la Cruz Daga tenía sus propios pareceres y designios, ya que al encontrarse libre de la influencia de los Jesuitas comenzó a crecer en poder. La sombra volvió a hacerse presente y extraños acontecimientos comenzaron a sucederse en la ciudad. La muerte inexplicable del ganado, misteriosas desapariciones de aquellos que se atrevían a vagar por la noche y el estigma de una presencia acechante, ensombrecieron la suerte de la por entonces pequeña población.
Todo ello desembocaría en la terrible noche del 12 de Julio de 1767, cuando se abatió sobre la ciudad una furiosa tormenta. El imponente tronar reverberó, como si fuera el rugir de un enfurecido gigante, y espadas color carmesí iluminaron los cielos. Los aterrados vecinos rápidamente huyeron hacia sus casas en busca de refugio, creyendo que la ira de Dios estaba contra ellos.
El cruel chubasco no duraría más allá de unos pocos minutos pero, en sus últimos estertores, un tremendo rayo se abatió sobre el depósito en donde se hallaba guardada la cruz, ocasionando una explosión de gran magnitud.
Cinco muertos y la destrucción total del depósito fue el saldo luctuoso de esa noche tan particular. Del cofre y su nefasto contenido no se encontró el menor rastro, como si nunca hubiera existido sobre la faz de la tierra.
Por casi 172 años no se volvió a saber nada sobre el paradero de la Cruz Daga de Thorme.
-Octavilla del Tratado de Paz de Westfalia- |
Con la firma de Tratado de Paz de Westfalia, la Guerra Secreta de la Cruz había llegado a su punto cúlmine y no se hallaba precisamente a favor de los sacrificados jesuitas.
A espaldas de la iglesia, la Orden de la Cruz Oscura fue cobrando poder entre las casas reales europeas, llegando incluso a dominar reyes y nobles. Su inmunda telaraña de seductora corrupción, tejida a lo largo de sus más de 200 años de existencia, tenía atrapados a las personalidades de mayor influencia sobre los destinos de las más poderosas naciones de esos tiempos.
Ante todo eso, nada podía hacer una sencilla congregación religiosa, bastante temida por muchos debido a sus revolucionarios ideales, ante la creciente y maligna marea que amenazaba con devorar al mundo civilizado.
Cuando hubo finalizado la Guerra de los 30 Años, los preocupados Jesuitas se dieron cuenta que las tornas no le estaban siendo favorables y temieron por la suerte de la cruz, si esta caía en las manos indebidas.
Fue el Padre General Santiago Murcia quien sugirió la idea de trasladar la cruz a las Américas, lejos de los codiciosos acólitos del Papa Oscuro. En 1711, amparado en un hermético secreto, la misma fue sacada de su escondite para ser embarcada en la nao Sangre de Cristo.
-Ciudad de Buenos Aires (siglo XV)- |
-Iglesia San Ignacio de Loyola- |
Llegada a la por entonces naciente ciudad, la cruz fue depositada en una cripta de la Iglesia de San Ignacio, ubicada en las actuales calles Alsina y Bolivar, la cual había sido construida ex profeso por los Padres Juan Kraus y Pedro Weger y los hermanos Andrés Bianchi y Juan Bautista Prímoli en el año 1710. En ese lugar sagrado, la malignidad que de ella emanaba pareció sumirse en un pacífico reposo, como nunca antes había tenido.
Pero el mal obra de muchas maneras diferentes y la debilidad del espíritu del hombre es su mejor aliado.
Los corruptos integrantes de la orden secreta se sintieron profundamente contrariados al enterarse que la cruz ya no se hallaba en suelo español e iniciaron, a modo de represalia, una dura presión sobre sus rivales. Finalmente, tras una larga búsqueda, obtuvieron noticias de que el instrumento creado por Tormesolle se hallaba en tierras americanas y, por lo tanto, tomaron los recaudos necesarios para lograr obtener el codiciado objeto.
-Conde de Aranda- |
A instancias de Pedro Pablo Abarca de Bolea, Conde de Aranda, uno de los integrantes más importantes de la orden en España, el rey Carlos III promulgó una pragmática real en donde se ordenaba la expulsión de la comunidad jesuítica de las tierras que se hallaban bajo el poder de la corona hispana.
Su texto, oscuro y poco creíble, que decía: “Gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia a mis pueblos y otras urgentes, justas y necesarias que reservo a mi real ánimo” nos demuestran a que límites llegaban aquellos que adoraban al mal y las injusticias que fueron cometidas en nombre de la “supuesta” tranquilidad y subordinación.
Aun en la actualidad poco se sabe sobre los auténticos motivos de la expulsión de la Compañía de Jesús de las colonias hispanas. Una decisión injusta y cruel que produjo un daño irreversible en el desarrollo cultural de América, sobre todo en lo que respecta a la integración indígena de forma pacífica y controlada.
Las órdenes reales llegaron a manos del gobernador Don Francisco de Paula Bucarelli en mayo de 1767. Este funcionario, que detestaba profundamente a los Jesuitas, cumplió las mismas con la mayor presteza posible y, en una lluviosa madrugada del 2 de Julio, cerró los colegios de San Ignacio y Belén, detuvo a los religiosos (como si estos fueran peligrosos delincuentes) y se hizo de los tesoros, entre ellos el mentado cofre de oro, los cuales pasaron a manos de una Junta de Temporalidades.
-Expulsión de los Jesuitas- |
Tras la expulsión, Bucarelli dispuso que el cofre y el resto de los tesoros fueran trasladados a un depósito cercano al polvorín, ubicado al sur de la actual Plaza de Mayo, en espera de nuevas órdenes provenientes de España.
Pero la Cruz Daga tenía sus propios pareceres y designios, ya que al encontrarse libre de la influencia de los Jesuitas comenzó a crecer en poder. La sombra volvió a hacerse presente y extraños acontecimientos comenzaron a sucederse en la ciudad. La muerte inexplicable del ganado, misteriosas desapariciones de aquellos que se atrevían a vagar por la noche y el estigma de una presencia acechante, ensombrecieron la suerte de la por entonces pequeña población.
Todo ello desembocaría en la terrible noche del 12 de Julio de 1767, cuando se abatió sobre la ciudad una furiosa tormenta. El imponente tronar reverberó, como si fuera el rugir de un enfurecido gigante, y espadas color carmesí iluminaron los cielos. Los aterrados vecinos rápidamente huyeron hacia sus casas en busca de refugio, creyendo que la ira de Dios estaba contra ellos.
El cruel chubasco no duraría más allá de unos pocos minutos pero, en sus últimos estertores, un tremendo rayo se abatió sobre el depósito en donde se hallaba guardada la cruz, ocasionando una explosión de gran magnitud.
Cinco muertos y la destrucción total del depósito fue el saldo luctuoso de esa noche tan particular. Del cofre y su nefasto contenido no se encontró el menor rastro, como si nunca hubiera existido sobre la faz de la tierra.
Por casi 172 años no se volvió a saber nada sobre el paradero de la Cruz Daga de Thorme.
CONTINÚA...
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