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miércoles, 25 de marzo de 2015

LA INIQUIDAD DE LAS SOMBRAS (14) por Daniel Barragán

CAPITULO X
EL RITUAL

Sorteando una serie de mausoleos derruidos por el paso de los siglos, nos dirigimos con premura hacia la cima de una colina poco elevada. Los últimos metros los recorrimos arrastrándonos sobre nuestros vientres, ante el temor de llegar a ser descubiertos por quienes se encontraran del otro lado.

Una vez arribados a ese lugar, asomamos nuestras cabezas por entre los brazos de lo que parecía ser una suerte de gárgola deforme. Debajo nuestro se abría una profunda hondonada, una suerte de anfiteatro natural desprovisto de cruces o criptas, en la que se estaba desarrollando una escena que escapaba a todo pensamiento racional.

Lo que vi causó un profundo quiebre en la realidad que me había acompañado durante toda mi existencia, haciendo tambalear todo en lo que había creído hasta ese momento. Un pánico indecible anegó todo mi ser, pues frente a mis ojos se desplegaba, en todo su oscuro poderío, la visión del mismísimo infierno.

Rodeando un gran altar de piedra granítica de color negro, que se hallaba iluminado por una serie de enormes antorchas, unas bestiales criaturas inhumanas, similares a enormes fetos, batían sus deformes manos sobre los parches de unos inmensos tambores.

Sus sobredimensionados y gelatinosos cuerpos desnudos se balanceaban con lujuriosa lascivia al ritmo del estruendoso sonido. Los rostros nonatos, de ojos pequeños y oscuros, permanecían inmersos en una suerte de llanto eterno, como si estuvieran recordando con gran dolor tiempos más felices… mucho antes de haberse transformado en los monstruosos demonios que eran.

Pero allí no terminaba el horror que emanaba de sus terribles presencias...

En sus pechos se abrían unas hendiduras verticales, llenas de extraños apéndices córneos de color amarillo verdoso que semejaban los dientes de una deformada boca. Lo más espantoso de todo lo descrito era que dichas hendiduras se movían y de las mismas salía el oscuro cántico que habíamos escuchado poco antes.

-Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght- Repetían una y otra vez- Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght- Repetían, hasta que esas palabras comenzaron a arder, como un fuego devorador, en el fondo de mi subconsciente- Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght.


Rodeando a esas espeluznantes criaturas primigenias se encontraban los habitantes del pueblo que poco antes nos habían acompañado. Mujeres… niños… hombres… ancianos… todos ellos bailaban y se postraban frenéticamente ante los demonios gelatinosos, que continuaban inmersos en la infernal zarabanda.

En la cabecera del altar de piedra negra hizo su aparición un sacerdote de figura contrahecha, el cual se hallaba vestido con un amplio y adornado manto carmesí. Sus deformadas manos se alzaron hacia el tormentoso cielo y, con una voz que parecía provenir de una garganta que había perdido su humanidad mucho tiempo atrás, gritó por sobre la algarabía reinante.

-¡Salve Oh, gran Mhalyoght, dios de los mil rostros, señor del caos!... ¡Salve Oh, multiforme Sh-Utor, sombra detrás de las sombras!... ¡Salve Oh, Ethreum, que sueñas en Irkthara, la ciudad donde el sol nunca ha asomado!... ¡Salve Oh, I´rich, dios de la corrupción, señor del gusano!... ¡Salve Oh, Ibtha, regente imperecedero del tiempo pasado, eterno en lo antiguo, quien nunca olvida!... ¡Salven Oh, grandes Impheros, cuyas esencias esperan desde más allá de la conciencia!... ¡Salven Oh, Los que acechan en los rincones, protoplasmas de la tierra, caminantes del tiempo, dueños de las estaciones y los luminosos portentos que preanuncian su arribo! ¡Pues el Gran Advenimiento está por fin llegando para que por fin puedan ser lo que siempre han sido!

El sacerdote carmesí se alzó en todo el poder de su deformado cuerpo y de entre sus ropajes sacó un objeto que resplandeció ominoso a la luz de las antorchas. No pude evitar sentirme atraído hacia esa poderosa fuente de poder, la cual se rebeló con espantosa nitidez.

Pude ver que se trataba de una especie de daga, cuya forma era similar a la de una cruz de bordes afilados. La misma estaba labrada con una serie de refulgentes letras, escritas en un idioma que en nada se parecía a algún tipo de los creados por el hombre.

A la vista de la cruz, las espantosas criaturas fetales se pararon sobre sus arqueadas piernas. Sus bocas verticales emitieron estertorosos aullidos, que inundaron el ambiente con sus blasfemos sonidos.

La masa humana, que hasta esos momentos había estado bailando sin parar, comenzó a retorcerse, adoptando poses imposibles de ser emuladas por una persona normal. A mis oídos llegó el ruido de huesos quebrados y carnes desgarradas. El creciente viento trajo a mis fosas nasales el nauseabundo hedor de la sangre que había invadido el lugar.

Mientras sucedía todo ese aterrador ritual, unos acólitos enfundados en unos ropajes similares a los del sacerdote hicieron su aparición. Los mismos llevaban consigo a dos figuras apenas entrevistas, las cuales avanzaban de manera tal hacia el altar que daban la sensación de estar sumidos en una especie de letargo. Sin ofrecer resistencia alguna, los mismos fueron colocados sobre la oscura losa.

Ahogué un grito cuando por fin pude reconocer a las dos personas que aparentemente iban a ser sacrificadas por el terrible sacerdote.

Eran la capitana Molina y el doctor Andersen.

Los rostros de los mismos reflejaban, cual espejos, el mismo horror que se hallaba presente en el mío. El físico relativista tenía los ojos vacuos, como si su pensamiento racional del siglo 21 no pudiera aceptar lo que estaba ocurriéndo. La bella capitana había perdido por completo su aplomo habitual, transformándose en una mujer totalmente aterrada.

Pero había en ellos algo más que su simple humanidad.

Sus cabezas parecían latir, como si intentaran expandirse más allá de sus límites óseos. Sus ojos se veían hinchados y enrojecidos. Sus bocas babeaban. La piel de sus rostros parecía traslúcida, como si no fuera del todo real.

Aprontando mi arma, intenté levantarme para ir al rescate de mis compañeros. La férrea mano de Arthus impidió mi osada, y estúpida, acción. Lo miré furioso, pero la única excusa que encontré fue el pálido rostro de alguien que había perdido toda esperanza.

-Ya es tarde- Musitó- Están en manos de Los que acechan.

(Los que acechan)

Se hizo un súbito silencio, tan espeluznante como la algarabía que poco antes se dejara escuchar.

Dirigí nuevamente mi atención hacia el altar en donde yacían mis compañeros. El sacerdote, como si hubiera intuido mi presencia, levantó su cabeza. A pesar de la capucha, pude vislumbrar un corrupto rostro carcomido por la misma enfermedad que afectaba a los felinos...

Y ese rostro terrible me estaba sonriendo.

-¡Miro a aquellos que son ciegos!... ¡Miro a aquellos que son sordos!... ¡Miro a aquellos que aguardan a que la luz eterna ilumine su carne y su sangre!- La figura contrahecha alzó la mano que sostenía la pulsante cruz daga- ¡Despierten los durmientes eternos!... ¡Abran por fin sus feroces miradas!... ¡¡Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght!! ¡¡I´gh rángerloth nirktara Igh´rt´gara!!

-Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght- Bramaron las deformes bestias infernales.

-Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght- Bramaron los remedos de seres humanos.

Sin ninguna vacilación de su parte, el impío sacerdote descargó con furia el afilado instrumento de sacrificio sobre la capitana y Andersen.

Un relámpago carmesí desgarró los cielos con furia inusitada. El viento se transformó en vendaval. Con un sonido que parecía el chirrear de metales retorciéndose, levantó tierra, hojas y la memoria de lo que vi aquella noche.

Solo me pude recordar corriendo por las calles infectadas de bestias sarnosas, que bufaban a nuestro paso, y escuchar a Arthus gritando palabras imposibles.

-¡Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght!... ¡Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght!... ¡Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght!

Y, con horror, sentí que esas mismas palabras salían de mis propios labios.

Tropezamos, nos golpeamos. Caímos y volvimos a levantarnos. Pero no nos importaba otra cosa que huir... huir... huir...

Finalmente arribamos a la anhelada escalera de mármol de la biblioteca, a la que ingresamos con una sensación de alivio mal contenido. Cerramos el portón tras nuestro y apoyamos nuestras orejas sobre la gruesa hoja de madera.

Únicamente nos llegó un pesado silencio... como si tras esa puerta el universo que habíamos visitado hubiera dejado de existir totalmente.

En mi delirio, creí volver a escuchar esa especie de apagado arrastrar que parecía acercarse desde el fondo de la biblioteca. Sentí un terrible dolor de cabeza y mi nariz comenzó a sangrar. Cuando miré a mi amigo, que aún continuaba ausente y murmurando palabras incoherentes, vi que un hilillo de sangre caía por su barbilla.

Empujándolo con brusquedad, lo conduje rápidamente hacia la nave, cuya puerta abierta nos invitaba a la calidez de su interior, muy alejado del horror que se escondía en el laberíntico recinto.

Mientras realizaba los preparativos para la partida, reparé en las ausencias de Dakaris y Rotera. A pesar de la culpa, no me atreví a buscar a mis compañeros desaparecidos por entre los oscuros e infinitos anaqueles. Ni siquiera me atreví a llamarlos a los gritos.

Temía mucho a esos rincones.

Esas oscuridades.

Esos nefastos libros...

Y en mi interior sabía que sería una búsqueda inútil.

Tan solo por instinto, más que por sabiduría, logré encender los controles de arranque y calibrar el reloj atómico para el salto. El motor plasma-ion zumbó y muy pronto la niebla volvió a rodear a la Juan Salvo. Con un fuerte tirón, reingresamos por fin al espacio tiempo rumbo al siglo 21.

Los comandos frente a mí me parecieron lejanos y turbios. A mi alrededor el mundo comenzó a dar vueltas y finalmente perdí el conocimiento. Mi último recuerdo consciente fue escuchar muy, muy lejana la voz de Arthus murmurando:-

-Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght… Ia Ia thoy kansara Meight kansara thoy Mhalyoght…

Creo haber soñado con perturbadoras oscuridades y ojos que nunca parpadeaban.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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