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sábado, 30 de abril de 2016

LA INIQUIDAD DE LAS SOMBRAS (29) por Daniel Barragán

CAPITULO XXI
EL PÁRAMO SOMBRÍO

-Maestro... ya llegamos- Dijo de súbito el taxista - Es lo más cerca que puedo llevarlo. A partir de acá tiene que seguir ese sendero de tierra unos dos kilómetros y va a llegar a San Bla... ¿Está usted bien? Le está sangrando la nariz.

Mi atención volvió a enfocarse en la realidad que me rodeaba. El chofer estaba dado vuelta y me miraba con fijeza. Su rostro estaba pálido, producto quizá del aspecto que debía tener yo en ese momento.

-Si... si, estoy bien- Murmuré confundido, mientras trataba de limpiarme lo mejor que podía.

Le pagué al taxista la suma acordada y salí lo más rápido que pude del vehículo hacia el exterior. Un fuerte y helado viento terminó por despejar esa suerte de aterradora ensoñación en la cual había estado sumido pocos instantes atrás. 

Al mirar a mi alrededor, pude observar un agreste páramo lleno de matorrales achaparrados y montículos pedregosos. A pesar de faltar un par de horas para el mediodía, el cielo se hallaba inmerso en un lóbrego crepúsculo, que apenas me permitía vislumbrar el sendero que debía tomar. 

Cuando dirigí mi atención hacia la ruta, me di cuenta que no había la menor señal del automóvil que me había traído hasta ese sitio y que ya no tenía la menor posibilidad de dar marcha atrás.

Estaba totalmente solo en ese sombrío páramo.

Cargué mi mochila al hombro y comencé a andar por un camino de tierra apenas apisonada, mientras mi mente comenzaba a divagar nuevamente por los intrincados senderos de los recuerdos.

El rostro de Annah volvió a hacerse presente, tan presente como los fantasmas que me venían acompañando desde mi huida de la civilización. Pero esa presencia, lejos de ser  espantosamente deseable, emanaba una dulce calidez y un amor tal que embargó mi cansada alma con una dicha muy difícil de ser descripta.

¿Qué sería de ella en este presente tan aterrador?

A pesar de saber que era lo más acertado que podía haber hecho, muchas veces me había arrepentido por la decisión de apartarla de mi lado. Afortunadamente, la cordura siempre terminaba ganándole a los deseos del corazón. El haberla tenido a mi lado la habría destruido y la amaba demasiado como para que eso pudiera suceder. Ese era mi único consuelo, pero servía de muy poco ya que mis dudas crecían a cada instante. Cuando más lejos me hallaba de ella, más cerca la sentía en mi corazón.

¡Terrible maldición la que se cernía sobre aquellos que todavía se atrevían a creer en el amor!


(Los que acechan)

La realidad del camino que había tomado me asaltó con toda su ferocidad, apartándome súbitamente de mis pensamientos.

Un frío abismal caló en lo más hondo de mi ser, haciéndome estremecer. Pero lo que realmente me aterró fue el omnipresente silencio, como si un súbito hálito mortal se hubiera abatido sobre la vida del lugar. Me dio la sensación de estar parado en el centro mismo de una maldad que estaba más allá de lo que mis pobres sentidos podían llegar a percibir. Un devorador agujero de oscuridad que iba creciendo con cada paso que daba. 

Aun así, helado y espantado, continué caminando, tal era el insano deseo por arribar a mi ignoto destino.

El árido terreno fue dando paso a una zona baja de fétidas aguas pantanosas. Una cerrada neblina lo invadía todo y mi corazón se paralizó cuando escuché un susurrante sonido que era tan inquietante como el silencio que poco antes imperara. Ese sonido me resultó aterradoramente conocido.

¡Era el mismo que había escuchado durante la fatídica expedición al pasado y que volviera a hacerse presente durante mi visita al neuropsiquiátrico de Nueva York, ocurrida casi un año atrás!

Ese ruido, mezcla de burbujeo gorgoteante y el arrastrar de una inmensidad inimaginable, parecía encontrarse muy cerca. Traté de descubrir su procedencia, pero la pesada cerrazón del lugar me lo impidió. 

Mis miedos atávicos, ese asustado hombre primitivo que hay en todos nosotros, dispararon mi instinto de conservación y huí desesperadamente por el fangoso terreno que, con tenacidad, intentaba atrapar mis cansadas piernas. 

Al borde del pánico, me lancé por entre un seto de arbustos hacia una elevación del terreno. Las agudas espinas desgarraron mi ropa y mi carne, pero no lograron impedir mi alocada carrera. 

Con lo último que me quedaba de aliento, llegué por fin a la parte más alta y caí de rodillas, tratando de recuperar el resuello. Cuando logré recobrarme, eché una ojeada hacia los pantanos que había dejado atrás, en busca de lo que había estado persiguiéndome. El pesado mar de niebla aún permanecía allí, sólido y nuevamente sumido en el silencio, como si estuviera acechando a una pieza muy codiciada. 
A pesar del terror que aún me embargaba, me di cuenta que me encontraba arrodillado sobre un camino de piedra que evidenciaba una tremenda antigüedad. El mismo se perdía en un recodo cerrado y se hallaba flanqueado por un raquítico bosque de árboles, cuyas ramas desnudas se alzaban hacia el cielo como implorando por algún nutrimento que les permitiera seguir sustentando sus terribles existencias. Aún vacilante, me levanté del suelo y comencé a avanzar por ese sendero durante un tiempo que pareció casi infinito.

Una inmensa sombra se perfiló entre la bruma, haciéndome detener asombrado. Frente a mí se erguía una incongruente estructura que se alzaba varios metros por sobre el camino empedrado. Se trataba de un megalítico y arcaico portal de oscuro granito, que elevaba su solitaria existencia entre la niebla. Su imponente presencia, tallada con incomprensibles jeroglíficos y serpenteantes figuras, evidenciaba un perverso poderío difícil de ser entendido por el común de los mortales.

Cuando pude apartar mi vista de la inquietante construcción, reparé en que el camino bajaba hacia un profundo valle, en donde se extendían gran cantidad de edificaciones que evidenciaban una gran antiguedad.

Finalmente, tras muchos horrores y penurias, había logrado llegar al pueblo de San Blas.


CONTINUA...

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